jueves, 23 de septiembre de 2010

DE RODILLAS

Las horas de plomo caen como peces sin aliento sobre la atmósfera de alcohol y sudor viscoso que impregna los cuatro costados del añejo bar aduanero. Tiempo muerto inscripto en el ritual del espejo afiligranado, registro inexorable de pasiones insatisfechas patéticamente reflejas en la penosa levedad del ebrio.
El aspecto de Antonio, inclinado sobre una de las mesas, no difiere mayormente del característico monigote agobiado por el alcohol; aquél de mirada turbia y lechosa víctima de una debilidad intrínseca. Reconcentrado, como dialogando con las arañas, observa sin mirar - hipnotizado se diría - el cielorraso manchado por inmemoriales motas de humedad. Extraviadamente, acerca a la boca el vaso semivacío. Sorbe pequeños tragos con la misma mano que estruja el cigarrillo entre los dedos. El otro brazo, apoyado sobre el codo, pende fláccido por sobre el borde de la mesa: < Así es la cosa…es así y no hay vueltas… ¡carajo¡>
Un gato de profundos ojos verdes ocupa el lugar acostumbrado sobre una de las sillas adyacentes. Recibe del solitario parroquiano suaves rasguñones en el lomo y la cabeza. Al cabo de engullir satisfactoriamente un par de galletitas arquea el lomo, elonga las patas delanteras, baja de la silla y se pierde ágilmente por entre la estiba de cajones de bebida y los soportes del mostrador.
Desabrocha un botón de la camisa que desborda el pantalón. Transpira abundantemente. Luego de una larga pausa los ojos se cierran; se incorpora, mira a Toribio enfrascado en sus quehaceres. Quisiera, y no se atreve a preguntarle, cómo se hace para morir cuando uno está pronto para morir. De dónde extraer semejante coraje. Vuelve a sentarse tomándose la cabeza con ambas manos.
Toribio lo mira de reojo. Ya lo conoce. Un desgraciado más…
Sonidos distantes quiebran el proceloso silencio de la noche. Un hombre, una mujer y un pequeño niño pasan por frente al local. El niño berrincha como un condenado, llevado en brazos por la angustiada madre preocupada por los olores que despide.
Se oye lejanamente un ulular de sirenas y el “crac” de persianas que se desenrollan. Un carguero entra a la rada y el bocinazo profundo impacta como un rugido en la selva alterando la brumosa estolidez del barrio en descanso.
Un camión de la Comuna frena con sonido de hierros enmohecidos descargando con ruidosa precisión el contenido de los contenedores en su depósito posterior, tras lo cual se aleja rugiente desprendiendo una espesa nube de humo negro.
Una pareja cruza la calle a las risas…” ¡Ay, callate guarango¡…de eso ni se habla ¿oíste? Búscate otra”
Bamboleando la cabeza revisa ansioso uno de los bolsillos y se tranquiliza: Tiene cigarrillos para la larga vigilia que le aguarda. El horror de soportar insomne la noche alta, la personalización de la conciencia que le reclama la dignidad que ha perdido.
Toribio apaga la mitad de las luces.
Es terminante.
- Buenooooo… hay que ir para casa Antonio…Ya son la una de la madrugada y dentro de pocas horas…arriba otra vez.
Apura el trago volcando la cabeza hacia atrás. Vuelven los espantajos de la soledad, los quejidos de Laura aprisionada en un abrazo sin fin; mordiscos y caricias hasta sucumbir en el estertor del amor furioso. Tiempo de dulces sueños, la quimera de una sociedad más justa; el hombre solidario, no destructivo. Las pegatinas, la “Orga” y las acciones con el “fierro” al cinto.
La picana y el encierro contribuyeron gota a gota a la obra destructora del destino.
Tambaleante, se vuelve a meter la camisa por debajo del pantalón sujetando con firmeza el cinturón. Pensó en ir al sanitario pero lo consideró impertinente dado que Toribio ya lo había higienizado.
< Meo en la calle y chau>… Se rasca la cabeza y apresura el paso. Golpea al salir contra el marco de la puerta sorteando los dos escalones con suerte envidiable. Se detiene y retrocede a duras penas:
Toribio se dispone a cerrar.
- Toribio… ¿te puedo hacer una pregunta?…
- No…mejor déjala para mañana Antonio.
- …Hasta mañana Toribio
- Hasta mañana Antonio…


LUIS ALBERTO GONTADE ORSINI
Derechos reservados
Montevideo, setiembre de 2010

martes, 7 de septiembre de 2010

LA CASTIDAD







Quien se burla del amor tienta su suerte. Él se burló de Cupido, y el pequeño dios extrajo de su carcaj dos flechas. Una, la que provocaba el amor y tenía punta de oro, la lanzó contra él. La otra, la que inspiraba el rechazo y tenía punta de plomo, se la arrojó a ella. Ella era una mujer consagrada que rechazaba cualquier tipo de amor masculino y no deseaba casarse. Pero él amó desoladamente a este esquivo símbolo de la castidad y la persiguió sin tregua, como si fuera una de las presas que solía cazar.
Cierto día, cuando ella ya podía sentir el aliento de él en su delicada nuca, le rogó a su padre, Peneo, que fluía en la vida como un río, que utilizara su poder para liberarla de su perseguidor.
Su plegaria fue escuchada. Un entorpecimiento se apoderó del cuerpo de la hermosa joven, su fina forma se ocultó tras una delgada corteza; sus cabellos se transformaron en hojas, sus brazos en ramas; sus pies se aquietaron convertidos en raíces. Todo se trasmutó en ella, a excepción de su belleza: se había transformado en un laurel.
El se abrazó a su tronco y dijo: “Si no puedes ser mi mujer, serás mi árbol preferido”
Por eso el laurel corona a los vencedores y mandatarios, honra a quien se destaca en las artes, y adorna la lira de este amante inconsolable.
Ella se llamaba Dafne, él, Apolo.
roberto

sábado, 4 de septiembre de 2010

VIVIR EN LAS NUBES

Desde el piso “cincuenta y cuatro” el bajo de la ciudad se asemeja al trayecto envolvente de una melaza espesa que adopta, según la hora, el aspecto de un arrecife coralífero o un zigzagueante cardumen de sardinas.
Sobre el crepúsculo, las sombras de la noche asaltan con paciencia al astro rey, repujando, en la serenidad del cielo cobrizo, el perfil iluminado e insomne de los grandes rascacielos movilizados por el empuje de las nubes y la luna colgada de un gancho.
El caso es que tuvo que quedarse más de la cuenta en la oficina por cosas de la Bolsa y esos chiches. Su socio le rogó que se fuera, que la estrategia del asunto había sido diseñada con tacto y que ya estaba “el pescado vendido”. El se encargaría de los detalles.
- Saludos a Mary.
Presiona el botón del ascensor detenido en el “sesenta y dos” No hay nadie a la vista, prende un cigarrillo y continúa deleitándose con el paisaje de dibujo animado que le depara el enorme ventanal.
Un leve “clic” lo aparta de la abstracción. Se da vuelta, las dos puertas se descorren tras un vibrato apagado. La chica, sosteniendo con las dos manos una maleta de computadora sobre el ruedo del tailleur, lo mira fijamente por sobre los lentes de gruesa armazón. Aprieta las rodillas como sosteniendo entre ellas un oblea.
Normalmente los instrumentos del dinero gordo que habitan el capullo metropolitano no se saludan por cortesía. El saludo a esas alturas es un entendimiento económico y poco más.
Él, sin embargo, al tiempo que da el paso proverbialmente tenso con que comúnmente se traspone del mundo sólido y llano, le hace una leve reverencia. La chica continúa estática.
Él nota que está encendido el botón “subsuelo cuatro”. Al menos coinciden en el aparcamiento.
< ¡¡El cigarrillo¡¡…>
- ¡OH¡…Disculpe la impertinencia. Lo tira al piso y lo estruja con la punta del zapato.
- No tiene importancia…yo arrojo el chicle en cualquier parte. Esbozó una leve sonrisa descubriendo
los dientes de una bella mujer no exenta del sutil componente de arcilla plástica propio de las secretarias. En determinado momento dejó la computadora contra una de las paredes de acero y con decisión se arregló la blusa frente al gran espejo. La observó de reojo. < No hay caso…un espejo las somete, si no lo complacen se perturban>
Tras el consabido tironeo la chica recogió su adminículo y volvió a la posición rígida.
De pronto un golpe furibundo. Las luces que se apagan y la sensación de vértigo originada por el balanceo tétrico del cubículo provoca en ambos una sensación de pavor. Caen al suelo y se golpean contra las paredes de acero. El espejo se rompe en una punta. El choque violento de la computadora al rebotar contra una placa y caer al suelo resuena como un balazo.
- ¡Ay ¡…maldito sea, creo que me sangra la nariz. Recontramaldito sea…con el poco tiempo que tengo…
- Tranquilícese por favor…ya vendrán en nuestra ayuda. Prende el encendedor y la observa despanzurrada apretándose la nariz.
- Tome mi pañuelo y límpiese. No deje de apretarse.
- Estoy tranquila. Y usted… haga el bien de apagar el maldito encendedor que consume el poco oxígeno que hay aquí adentro.
- Este…tiene razón. Lo apaga sumergiéndose ambos en angustiosa oscuridad.
- ¿La ayudo a levantarse? Tíreme una mano.
- No gracias. Así estoy más cómoda para esperar la muerte...
Desde un parlante un asiático trata de hacerse entender. “Las amoables persones que han quidado encierradas pedimos tronquilidad paciencie. En rato poco- la aterrizor del una alondre – subsanaremas inconveniente. Por favor la llave abir que llevo oxigeno recámaro. Es triángulo verde tamaño de rábano real. Repite: Tronquilidad…asustarse no…
- Del tamaño de un rábano real…
Al unísono, como fruto de un acuerdo, comenzaron a reír en prolongadas convulsiones. No podían parar de hacerlo aliviando de paso la tensión del encierro. Se hacían bromas entre estertores: “Si la cosa tarda podríamos arrancar el rábano real para combatir el apetito entretiempo” o “En estas circunstancias adquiere preponderante importancia aquello de…me importa un rábano”. La respiración agitada los acerca fraternalmente.
Por fin optaron por hacer silencio. Ella lo rompió.
- Las cosas que tiene la vida. Pensar que estamos en una situación inmejorable para hacer el amor soñado por las señoras de buenas costumbres ¿se da cuenta? Tenemos tiempo, nos desconocemos, yo no abrigo prejuicios. Además me encanta todo lo que sea pecaminoso, subrepticio. Hasta podría aceptar tener un vástago con padre desconocido. Un inocente bastardo.
- Bueno, le seré franco: No se me había ocurrido. Hoy día una mujer o un hombre tanto da. Nos hemos mecanizado como un chip. He notado que usted es bonita pero no abrigo intenciones…
- Justamente de eso se trata: romper con la rutina. Mi jefe me palmotea el trasero, me ordena las notas y cuando nos cruzamos en un pasaje estrecho me viola prácticamente. Una se acostumbra a ser un objeto. Llego a mi casa y mi marido, no bien enciendo la luz me hace un “chist” para no distraerse del juego de la Liga. Una rueda endemoniada, una traílla de espectros…eso es lo que somos.
- Mi vida es algo bastante parecida a la suya con la diferencia que tengo el trasero intacto….ejemm…perdón. Digo que somos sombras según usted lo ha definido muy bien o chips según mi parecer con estudios aprobados con mención especial en esta sórdida universidad del dinero. ¿Qué le parece la definición?...
- Prosaica. Mejor hagamos el amor.
- Bueno, no estaría mal, pero en estas condiciones…no sé si…
- Yo poseo el sentido de la aproximación. ¿Sabe algo de eso?
- ¿El sentido de la aproximación? Suena a extraño. Respecto a los sentidos conozco sólo cinco.
- Bueno, es algo largo y complicado de explicar. Me limitaré a señalarle que a pesar de la oscuridad yo percibo todo lo que hace usted en este momento. Todo.
- Veamos, ¿qué estuve haciendo hace unos instantes…?
- Pues…sintió el estímulo del pene en erección y encogió las rodillas. Se desabrochó la camisa y aflojó la corbata. Se pasó la mano por el cierre del cinturón y deslizó las manos hacia el sugestivo bulto.
- Vamos…es sorprendente. No puedo negar que estoy excitado. Recibe contra la cara el chicotazo de una trusa tormentosa. Un corpiño telúricamente perfumado de sudor femenino se le cuelga de la nariz.
Se abalanza desesperado y golpea la cabeza contra el metal. Ella lo retiene de los cabellos y lo besa apasionadamente.
Se prenden las luces y el del parlante anuncia la reparación e inmediato funcionamiento de los ascensores. Pide disculpas, invita para una cena que pagará la administración del edificio y previo hacerse el harakiri solicita la infinita benevolencia de los afectados por el percance.
Se reinicia el descenso. Pasado al deslumbramiento inicial siguen fornicando como si el mundo no existiese.
Ella le susurra entre quejidos de placer. “Un gordo ¡ayyy¡ va aaa tomar el ascensor aahoooora”.
“Me importa un rábano real mi yegua divina…aggh, aggggh”…
Luego de dos pisos el ascensor detiene su marcha. Se abren las compuertas.
Con gesto de azoramiento, un obrero barbudo y corpulento, con su casco amarillo y una valija azul observa la escena. Socarronamente pone esta última en medio del riel de las compuertas. Saca un sándwich enorme de la valija y algunos tarritos de condimento. Se sienta en el piso contra la pared del corredor que enfrenta el ascensor, abre las piernas en tijera. Complacido por el inusitado show porno agrega un poco más de mayonesa a la combinación empanada. En tanto las mandíbulas trituran sin piedad alguien lo llama desde el celular.
Atiende:
- ¿Si? (grunch, grunch)
- (…)
- ¿Ahora?...( se atraganta)¡ni loco¡. (grunch, grunch) Estoy en el cine.


LUIS ALBERTO GONTADE ORSINI
Derechos reservados.
Montevideo, agosto de 2010