martes, 7 de septiembre de 2010

LA CASTIDAD







Quien se burla del amor tienta su suerte. Él se burló de Cupido, y el pequeño dios extrajo de su carcaj dos flechas. Una, la que provocaba el amor y tenía punta de oro, la lanzó contra él. La otra, la que inspiraba el rechazo y tenía punta de plomo, se la arrojó a ella. Ella era una mujer consagrada que rechazaba cualquier tipo de amor masculino y no deseaba casarse. Pero él amó desoladamente a este esquivo símbolo de la castidad y la persiguió sin tregua, como si fuera una de las presas que solía cazar.
Cierto día, cuando ella ya podía sentir el aliento de él en su delicada nuca, le rogó a su padre, Peneo, que fluía en la vida como un río, que utilizara su poder para liberarla de su perseguidor.
Su plegaria fue escuchada. Un entorpecimiento se apoderó del cuerpo de la hermosa joven, su fina forma se ocultó tras una delgada corteza; sus cabellos se transformaron en hojas, sus brazos en ramas; sus pies se aquietaron convertidos en raíces. Todo se trasmutó en ella, a excepción de su belleza: se había transformado en un laurel.
El se abrazó a su tronco y dijo: “Si no puedes ser mi mujer, serás mi árbol preferido”
Por eso el laurel corona a los vencedores y mandatarios, honra a quien se destaca en las artes, y adorna la lira de este amante inconsolable.
Ella se llamaba Dafne, él, Apolo.
roberto

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