domingo, 7 de agosto de 2011

LA PRUEBA

Deslizábase zigzagueante rumbo a los labios entreabiertos. Una lágrima gruesa, tenaz, inusitada. Otra más menuda se desdibujó sobre la barbilla.
A través de las comisuras delgados hilillos carmesí goteaban incesantemente sobre la almohada entinta.
Movió la cabeza con lentitud, como asintiendo con pereza.
Balbucía incoherencias.
Fascinado por la abyección repasó con los dedos ambas filas de dientes opacos, aspirando repulsivamente el denso hedor de las piezas dentales corrompidas.
“¿Crees que no tengo sentimientos?”
Una mirada de hielo amarillento lo observaba ambiguamente. La mente conturbada creyó ver en esa expresión un sesgo de insolente simulación. Pestañeó confundido iniciando una inclinación de cabeza.
Bajó los párpados y apretó las mandíbulas. Presa de indomeñable excitación extrajo el fino puñal hundido en el abdomen y con ademán despiadado se lo volvió a hundir entre las costillas.
Un pringue viscoso se deslizó inmediatamente sobre el torso de la mujer semejando el movimiento de un cardumen de feroces peces encarnados en busca de otra presa.
Tecleó impíamente sobre la frente insensible de su víctima.
Extrajo el arma de hoja estrecha y opaca; la limpió cuidadosamente en el cabello de la occisa; vacilante repasó el filo sobre ambos antebrazos exangües sin herirlos.Se incorporó de la cama.
Del interior del saco abandonado con descuido sobre una silla cercana retiró una fotografía. Sujeta con dos dedos sobre una de las puertas del placard tajó una cruz sobre la cabeza de la ardiente mujer, acuclillada y con el miembro de su amante introducido en la boca. Con rigor homicida llevó el brazo hacia atrás. Odio y rencor impulsaron inconteniblemente la empuñadura.
Saltaron algunas astillas.
Se tomó la cabeza con ambas manos.
“Malditos…”.
El eco de la respiración entrecortada potenciaba sonidos roncos en el silencio del aposento.
Encendió nerviosamente un cigarrillo. Tras algunas bocanadas profundas se sintió con la mente más clara y ligera. Con ademán redundante aplastó la colilla en el cenicero. Debía hallar en algún rincón del cerebro un segmento que evidenciase claramente que ella debía morir para que él viviese.
La pestilencia de las axilas saturadas de sudor agrio y un escalofrío prolongado lo apartaron de sus cavilaciones.
Tras una pausa de indecisión se dirigió al baño; sin preámbulos enfrentó la luna del botiquín. La imagen miserable de aquellos ojos congestionados y ansiosos le produjo espanto. Se restregó la cara con agua.
Volvió a la estancia.
Un ímpetu desconcertante lo llevó a ocultarse detrás del cortinado del ventanal, como un niño perseguido jugado a esconderse de la mamá rezongona.
Lloraba en silencio; se alisó el pelo, introdujo la mano en el bolsillo. Coloco la vaina de cuero y su contenido contra la pared en la que estaba apoyado, aflojó los dedos.
“No es verdad…”
Transido y agobiado por la inquietante revelación del hecho criminal arrancó de un fuerte tirón el fino paño de satín recubriendo parcialmente con él el cuerpo yacente de la infortunada cuyos pies, demacrados y tiesos, exponíanse aún grotescamente.
Un relámpago de tragedia le cruzó por la mente.
Espió por la ventana; un avión lejano recortaba su estela vaporosa en el cielo celeste.
Caminó unos pasos hacia la cama, tomó con cuidado de los gélidos tobillos, no quería mancharse. Tras un golpe sordo dio con el cuerpo en el suelo. La criba de costras y rastros frescos de sangre le hizo vomitar por varios minutos. Tosió bilis y miedo convulso.
Abrió ampliamente los canceles de la ventana, absorbió con desesperación el aire frío de la tardecita. Dispuso el cadáver boca abajo; una amplia huella brilante delataba el tétrico remolque.
No sin esfuerzo lo izó nuevamente de modo que descansase con el cuerpo arqueado por fuera del borde externo de la ventana. El cuadro reproducía de algún modo la fantochada del detestable polichinela, machucado a palos por el “príncipe bueno” sobre el canto del retablo titiritesco
Con el dedo en el mentón sopesó la situación.
No satisfecho se aseguró de torcerle suficientemente el cuello hacia abajo a fin de dar la impresión al transeúnte alarmado que un curioso espectador, extravagante y arriesgado, se interesaría, con riesgo de su vida en el tráfico callejero varios pisos vista.
Asumió una erección incontenible. Trastornado, en el límite de sus fuerzas, terció la quijada exorbitando un grito angustiado.
En caída libre y con el cuerpo en zafarrancho su arbitrio, puesto a prueba por última vez, registró con horror la sucesión terrorífica de los ventanales ineluctables.


LUIS ALBERTO GONTADE ORSINI
Julio de 2011
Derechos reservados

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